La necesidad de controlar los ingresos y gastos en la administración pública a causa de la actual crisis económica ha permitido sacar a la luz comportamientos y prácticas poco transparentes, cuando no directamente corruptas, en el método de financiación de los partidos políticos en España.

Este es el momento ideal para plantear un nuevo modelo de financiación que se ajuste no sólo a la realidad económica del país sino, igualmente, a la nueva sociedad en la que vivimos, tan diferente y alejada de aquella otra de los años 70 y 80 que inspiró el modelo actual.

En aquella época, con la democracia recién conquistada, con una sociedad muy politizada y ávida de organizaciones en las que participar, y sobre todo con unos partidos hasta ese momento inexistentes, hubo que poner en marcha un sistema de financiación que permitiese crear organizaciones potentes que fueran capaces de liderar el proceso de transición a la democracia; un sistema que carecía de mecanismos de control y que hoy en día se ha quedado profundamente obsoleto.

La consecuencia de todo aquello son los casos de corrupción que actualmente están en las portadas de los diarios, así como una percepción generalizada de que todos los partidos albergan y toleran la corrupción y de que todos los políticos son corruptos.

Cualquiera que conozca un poquito el funcionamiento de los partidos sabe que esa percepción no corresponde con la realidad, y que la mayor parte de los que se dedican a la política lo hacen de forma honorable y sin lucrarse personalmente.

Todo ello hace obligada una revisión del sistema de financiación de las organizaciones políticas, pero también, y de forma más perentoria, una revisión profunda de la forma en que estas se estructuran, así como sus métodos de trabajo, además de otras cuestiones como el coste de las campañas electorales o la financiación de las fundaciones que “cuelgan” de ellas.

Por un lado sería necesario que dentro de los partidos se hiciera un ejercicio de autocrítica respecto a cómo se ha disparado el gasto en los mismos. Asistir a los increíbles dispendios que se realizan durante las campañas electorales, y más en momentos de crisis como el actual, resulta indignante: escenarios con aspecto de plató de programa en “prime time”, y que se encargan por partida doble para ser capaces de montar actos electorales en diferentes ciudades al mismo tiempo; costosísimos envíos por correo ordinario de propaganda electoral que en su mayor parte termina en los cubos de basura; carteles y vallas electorales repartidos por doquier con el careto de los candidatos que permanecen meses y meses después de las elecciones colgando de farolas y demás mobiliario urbano; encuestas preelectorales convenientemente cocinadas que no sirven más que para poner en duda el trabajo de los demóscopos; anuncios en prensa de papel (¡WTF!) en los que nadie repara ya; honorarios de asesores de imagen y empresas publicitarias que vacían de contenido a los partidos y que terminan por dejar toda la estrategia política a la elección del color de la corbata o a si nuestro candidato debe dirigirse al presentador o a la cámara…. Gastos infinitos que han terminado por convertir la política en un circo en el que lo de menos es el mensaje; en el que los programas electorales los redacta un grupete de profesores universitarios a los que se les encarga un documento que es olvidado tras la rueda de prensa en la que se presenta; una inmensa burbuja en la que todo brilla por fuera pero carece de contenido por dentro….

Por todo ello, y a modo de ejemplo, algunas propuestas para cambiar las cosas (se admiten ideas):

-Proponer una limitación de los ingresos y gastos de los partidos en función de sus resultados electorales.

-Crear un grupo de expertos auditores independientes que se encarguen (tanto en el ámbito nacional como en el autonómico) de fiscalizar las cuentas de las organizaciones políticas.

-Eliminar (o limitar) las aportaciones de empresas y grupos de interés, y limitar las cantidades en las aportaciones privadas, que en ningún caso deberían ser anónimas.

-Publicar anualmente la nómina de empresas y corporaciones que aporten fondos a los partidos, así como las cantidades ingresadas.

-Prohibir que las empresas que donen dinero a los partidos puedan presentarse a concursos públicos (esto ya existe) e inhabilitar a aquellas que lo incumplan.

-Eliminar (o reducir ostensiblemente) la financiación pública para las fundaciones de los partidos políticos.

-Limitar el gasto en campañas electorales en función del número de circunscripciones en las que concurra cada partido.

-Establecer que un porcentaje (un 1 o un 2%) del sueldo de los cargos políticos remunerados (diputados, senadores, alcaldes, concejales, consejeros, etc…) sea acumulado en un fondo común y entregado proporcionalmente a los partidos para financiar su actividad.

-Reducir a una semana las campañas en procesos electorales autonómicos y municipales.

Poco antes de morir, Tony Judt resumía el estado de crisis que se avecinaba en 2008, del que en España todavía no teníamos muestras claras, y mucho menos de la gravedad con que iba a alcanzarnos. Explicaba que los mayores perjudicados por la crisis no eran los desempleados, sino los que él llamaba “excluidos”, aquellos que quedan directamente fuera de la fuerza de trabajo, que han salido de ella sin posibilidad de retorno (parados mayores de 45 años) o que ni siquiera han llegado a formar parte de la misma (amas de casa, inmigrantes, etc…), lo que conlleva que queden fuera del “circuito” de coberturas sociales que el estado de bienestar tiene a disposición de la mayor parte de sus integrantes.
Para Judt, los Estados son los únicos que pueden garantizar cierto grado de coherencia y estabilidad, “son todo lo que puede mediar entre sus ciudadanos y las capacidades sin restricciones de los mercado, las administraciones supranacionales […] y los procesos no regulados sobre los que los individuos y las comunidades carecen de control”.
La semana pasada Paul Krugman se cuestionaba si hemos llegado al final de una época de crecimiento permanente. La era postindustrial y la revolución tecnológica de finales del siglo XX y comienzos del XXI no han resultado ser tan determinantes como lo fueron las revoluciones industriales del XIX y comienzos del XX, y mucho menos que el gran cambio provocado por la electrificación generalizada de los procesos de producción, que dio paso a la mayor época de crecimiento experimentada en la historia de la humanidad.
Quizás, continuaba Krugman, quede todavía por ver las consecuencias definitivas de esta última revolución tecnológica, cuando comience a generalizarse el uso de máquinas inteligentes, aquellas que ya no sólo sustituirán al trabajador humano en procesos automatizados y de escaso valor añadido, sino en aquellos en los que hasta ahora no tienen cabida porque no pueden reemplazar la mente creativa de una persona.
Cuando esto ocurra (para lo cual sólo es cuestión de tiempo), se producirá un auténtico cataclismo en la forma de entender el trabajo, por cuanto millones de trabajadores de todo el mundo se convertirán en factores de producción sustituibles por máquinas que realizarán su trabajo durante 24 horas seguidas, 365 horas al año, y sin sueldo.
Puede que suene a ciencia ficción, pero si pensamos en los ordenadores que están ya dejando sin trabajo a algunos brokers de la bolsa, nos daremos cuenta de que quizás no nos quede tanto tiempo para que ese escenario se convierta en realidad cotidiana.
Podemos pensar sin ser descabellados que en condiciones normales, a mediados del actual siglo millones de personas pueden quedar fuera del mercado de trabajo, que pasará a convertirse casi en un objeto de lujo más que en un derecho universal.
Ante esto, y si no queremos que ese colectivo de excluidos del que hablaba Judt en 2008 se convierta en la mayoría de los ciudadanos, es necesario que se prevean formas alternativas que permitan a las personas tener la capacidad suficiente como para desenvolverse en la sociedad. Aquí es donde entran en juego alternativas como las que proponen los defensores de la puesta en marcha de una renta básica de ciudadanía, una de esas medidas que los economistas más conservadores suelen calificar como ineficiente o directamente utópica.
Lo cierto es que vivimos en un mundo que rápidamente se está polarizando entre unos poquitos que acumulan la riqueza y una mayoría creciente que ve cómo cada día que pasa su renta disponible disminuye, al igual que su capacidad de ahorro. Esto último, unido a la privatización de servicios públicos que los gobiernos conservadores de todo el mundo están llevan a cabo allí donde se establecen, va a terminar provocando una pérdida de derechos que nos pueden retrotraer a condiciones de vida de otro tiempo.
Los partidarios de adelgazar el estado hasta hacerlo prácticamente irrelevante lanzan consignas desde sus torres de marfil, ajenos a la realidad creciente de un número cada vez mayor de ciudadanos que se sostienen con dificultad dentro de un modelo de sociedad que terminará por dejarlos fuera.
Urge abandonar el “cortoplacismo” tanto en política como en economía y tratar de adelantarse a los problemas que sin duda alguna van a saltarnos a la cara en las próximas décadas con nuevas ideas y propuestas. En este sentido, la renta básica de ciudadanía con su objetivo de proporcionar a los ciudadanos “un ingreso pagado por el estado, como derecho de ciudadanía, a cada miembro de pleno derecho o residente de la sociedad incluso si no quiere trabajar de forma remunerada, sin tomar en consideración si es rico o pobre o, dicho de otra forma, independientemente de cuáles puedan ser las otras posibles fuentes de renta, y sin importar con quien conviva” es, de hecho, la única medida que puesta en marcha de forma global, esto es, es un ámbito institucional suficientemente amplio (Unión Europea, o incluso estados individuales como España), serviría para combatir la desigualdad, la pobreza y la exclusión.
En un momento en que los grandes partidos de la izquierda están viendo la necesidad de cambiar de estrategia y volver a conectar con amplios sectores de la sociedad, y sobre todo, poner en marcha políticas que le devuelvan a su origen de lucha contra la desigualdad, propuestas como la renta básica deberían formar parte de su nuevo corpus ideológico.

Generación low cost

Al levantarse aquella gélida mañana de enero decidió colocarse la gruesa chaqueta de lana en lugar de subir el termostato. La factura del gas del mes anterior la había hecho tiritar mucho más que aquella temperatura que apenas recordaba de sus años mozos en la casa sin calefacción de sus padres. Para prepararse el café abrió el armario repleto de marcas blancas que en su tiempo aparecía teñido de los vivos colores de los anunciantes de los spots de televisión y que ahora procuraba evitar. Antes de salir de casa se miró al espejo del pasillo a fin de comprobar los zapatos que el día de antes había comprado en los chinos de la esquina. “Relucientes”, pensó, pero no por su aspecto nuevo, sino porque la brillante piel sintética apenas le recordaba el calzado de cuero que solía llevar antaño.

Como siempre desde hacía ya un par de años salió pronto de casa a fin de no perder el autobús. Aunque el trayecto hasta el trabajo le costaba más de una hora, conducir el viejo coche heredado de su madre había dejado de ser una opción desde que la gasolina se había puesto al precio de un gintonic de los buenos. En el trayecto pudo observar las caras arrugadas y tristes, muchas de ellas todavía somnolientas, de aquellos otros curritos que como ella se encaminaban a sus puestos de trabajo repartidos por toda la ciudad. Recordaba que en tiempos el transporte público era para ella poco menos que una cosa de segunda, propia de los miles de trabajadores inmigrantes que no tenían otra forma de desplazarse, y que poco a poco habían ido dejando paso a gente como ella, treintañeros y cuarentones con cara de pocos amigos, enfrascadados en las pantallas de sus ebooks y smartphones, ajenos a todo aquello que no formara parte de su más inmediato círculo.

Tenía un trabajo de nueve horas, de forma que podía darse por afortunada, aunque el miserable sueldo que cobraba apenas le permitía darse un par de caprichos al cabo del año. Había dejado de estudiar pronto y eso le había alejado de la posibilidad de aspirar a uno de esos empleos que te permiten llevar una vida desahogada. Se había conjurado consigo misma para que su hija no repitiera sus errores, para que pudiera estudiar una carrera y de esta forma encontrar algo mejor que la mierda de trabajo que hacía ella. Sin embargo veía esa opción cada vez más alejada después de hacer cuentas y calculado lo que costaría pagarle cuatro años más de educación en la universidad.

En su jornada de 8 a 5 tenía mucho tiempo para pensar. Después de todo era una afortunada. Muchos de sus amigos se habían quedado en el paro en los últimos años, y el resto vivía atemorizado por la posibilidad de unirse a ese funesto grupo, incluso aquellos que llevaban años en puestos que parecían seguros hasta hacía poco tiempo.

Como era viernes, a la vuelta se permitió esbozar una sonrisa mientras entraba en casa. Se calzó sus zapatillas y se colocó frente a la pantalla del portátil. Llevaba semanas entrando en la web de la compañía aérea de vuelos baratos, buscando la mejor fecha y el mejor precio para adquirir el billete que le llevaría a casa de su hermano en verano, dentro de 7 meses.

Al terminar se preparó para la noche un película que había bajado de Internet un par de días antes. Le encantaba el cine, aunque hacía ya meses que no iba, más o menos desde que las entradas se habían convertido casi en un objeto de lujo.

Mientras preparaba la cena, pensaba en lo que tenía que hacer al día siguiente, ese sábado de asueto con el que soñaba durante toda la semana. Iría a uno de esos centros comerciales que se habían convertido en la nueva ágora de la modernidad. La vieja estantería reciclada que utilizaba como soporte para la tele había decidido descomponerse para siempre, así que compraría en IKEA una mesita de unos pocos euros que le obligaría a estar media tarde agachada atornillando sus diferentes piezas. Había tratado de ahorrar para comprar un mueble que le parecía especialmente apropiado para su ya vetusta sala de estar, pero cuando lograba juntar algo de dinero siempre aparecía algún imprevisto que terminaba por dejar su “caja de resistencia” a cero. Quizás tras la compra podría darse un pequeño capricho con su hija, y merendar en aquel sitio donde podías atiborrarte de montaditos por unos pocos euros.

Al acostarse, por la noche, trató de recordar la primera vez que había escuchado eso de los precios bajos: las vacaciones, los muebles, la comida y hasta el ocio de saldo. Lo que nunca pensó en aquel momento es que aquello era sólo el anticipo de una vida low cost.

Andalucía, -700.000; Aragón, -133.000; Asturias, -22.000; Baleares, -83.000; Canarias, -156.000; Cantabria, -70.000; Castilla la Mancha, -180.000; Castilla León, -250.000; Cataluña, -750.000; Valencia, -420.000; Extremadura, -115.000; Galicia, -157.000; País Vasco, -42.000; Navarra, -43.000; Murcia, -94.000; Madrid, -500.000; La Rioja, -27.000.

Este es el número de votos que ha perdido el PSOE en cada comunidad autónoma entre sus dos últimas consultas electorales, ya sean generales o autonómicas, incluyendo los últimos procesos en Asturias, Andalucía, Galicia y País Vasco. Más de tres millones y medio de votos en un ciclo de menos de cuatro años, con cifras negativas en todos y cada uno de los territorios, lo que permite deducir que no se trata de errores puntuales achacables a las diferentes estructuras autonómicas, sino a un problema de modelo de funcionamiento cuya responsabilidad recae directamente en la dirección federal.

Las causas de esta auténtica debacle? Muchas y con diferentes orígenes:

Por un lado un problema de indefinición política e ideológica. Desde los años 90 el PSOE, al igual que la mayor parte de la socialdemocracia europea, ha mantenido un doble discurso que le ha permitido llevar a cabo una gestión económica conservadora (especialmente cierta pasividad hacia un mercado cada vez más abierto y desregulado) que convivió con la gestión de unas políticas sociales que han permitido hacer más grande el estado de bienestar que fue construido durante las décadas siguientes a la II guerra mundial. Este proceso que en la mayor parte de las naciones occidentales duró varias décadas, fue desarrollado en España en apenas 25 años, pasando de ser un estado a la cola en lo económico y lo social, a formar parte del selecto grupo de locomotoras de una Europa que parecía no alcanzar techo.

La rapidez del crecimiento hizo invisible la imperfeccción con la que se estaba produciendo, y sobre todo ocultó buena parte de los defectos de forma que se cometieron en esos 25 años de imparable progreso.

Paralelamente el PSOE se transformó desde una opción política de clase -que aglutinaba a buena parte de la oposición al régimen franquista y sobre todo al joven electorado de la recién nacida democracia-, en una maquinaria electoral cuya finalidad pasó a ser convertirse en un partido “atrapa todo” capaz de perpetuarse al frente de las instituciones en el gobierno central y en buena parte de las comunidades autónomas.

Entre tanto, no se puede olvidar, el PSOE transformó el país a un ritmo vertiginoso e impensable en 1975 (no olvidemos que es el partido que ha gobernado durante más tiempo en los últimos 35 años): modernizó (en parte) la estructura productiva; sentó las bases de un estado de bienestar con especial mimo en lo referente al sistema de pensiones, la educación y la sanidad; introdujo a España en la Comunidad Económica Europea y en la OTAN, y de paso modernizó social y económicamente un país que durante la mayor parte del siglo XX había vivido muy por detrás de sus vecinos europeos. La culminación de todo ello fueron las estadísticas inmediatamente anteriores al estallido de la crisis, cuando nuestros país se colocó en un privilegiado lugar dentro de las diez economías más desarrolladas, justo cuando España aparecía ante el mundo como sinónimo de modernidad, crecimiento y bienestar.

El PSOE se había convertido para entonces en un partido de gobierno, en una estructura fuertemente burocratizada en la que el tradicional componente obrero había dado paso a otro mucho más ajeno a sus siglas. Curiosamente, un altísimo porcentaje de los líderes del partido que protagonizaron ese proceso, treintañeros al principio, siguen moviendo todavía hoy los principales resortes de la organización, aunque muchos de ellos estén ya próximos a la jubilación. La experiencia, dicen…

Por debajo apenas un grupo de cuadros medios, prestos a ocupar el lugar que la biología les aguarda, pero sin apenas experiencia fuera del partido, acostumbrados a acatar las indicaciones de sus jefes, con nulo espíritu crítico aunque muy bregados, eso sí, en el difícil arte de las afiliaciones fantasma, las asambleas sin discusión, las listas de candidatos acordadas previamente y sin debate, y sobre todo, muy reacios a escuchar a los demás, ni a sus propios compañeros ni a las voces que, desde ya algún tiempo, comienzan a llegar desde las urnas.

El PSOE puede seguir así todavía un largo tiempo, el que le concedan los cuatro o cinco millones de ciudadanos que difícilmente votarán, votaremos, a otra opción política. Pero llegará un momento en que la gente joven que ha crecido con un PSOE desprestigiado, opaco, alejado de la realidad, ajeno a lo que le pasa realmente a la ciudadanía, no tendrá ningún reparo a la hora de identificar a la izquierda española con cualquier otro partido. Cuando eso ocurra, y al paso que vamos ocurrirá, se habrá arruinado definitivamente el legado de un partido centenario.

Algunos tienen la tentación de anteponer sus intereses personales a los del PSOE; prefieren mantener la corrompida imagen del partido antes que reconocer los errores; insisten en ocupar y mantenerse en sus púlpitos (cada vez menos porque el respaldo ciudadano es cada vez menor) antes que ceder el testigo a una generación que desde hace mucho tiempo está mejor preparada y comprende mejor la sociedad en la que vivimos.

Desde muchos ámbitos se insiste en que la socialdemocracia y la izquierda en general están en crisis, cuando la realidad nos está enseñando que lo que está comprometida no es la ideología -más necesaria que nunca- sino la forma en que se presenta ante las personas.

En la fascinante escena inicial de “The Newsroom”, Will Mc Avoy (Jeff Daniels) explica en tres minutos y medio por qué EE.UU. no es el mejor país del mundo, aunque podría serlo. En esos apenas 200 segundos enumera una serie de de datos sobre los indicadores (pésimos en algunos casos) de la supuesta primera nación del planeta.

Lo explica bastante bien el premio Nobel Joseph Stiglitz en su último libro, “El precio de la desigualdad”, en el que cuenta que EE.UU dejó ya de ser hace tiempo la “tierra de las oportunidades” donde cualquier self-made-man podía ascender desde la alcantarilla más oscura hasta la presidencia de la nación. De hecho, la realidad actual es bien distinta, de forma que las diferencias entre los más poderosos y el resto no hacen sino aumentar a pasos agigantados: entre 2009 y 2010 el 1% más rico del país se quedó en sus bolsillos con el 93% de la riqueza generada.

Si nos empeñamos en buscar datos encontraremos decenas que servirán para refrendar esta teoría pero, ahí está el problema, no sólo en Estados Unidos sino en la mayor parte de las naciones desarrolladas del mundo.

Y es que la desigualdad es una de las peores consecuencias de la actual crisis económica. El Índice de Gini, que mide la desigualdad de ingresos entre los individuos de una nación (0 es igualdad perfecta, 1 desigualdad máxima), muestra para el caso de España un crecimiento que nos sitúa en valores de 1995 (actualmente está en 0.347).

Creo que esta y no otra es la cuestión más importante que deben atender nuestros gobernantes, que deberían estar obligados a mantener un mayor equilibrio entre aquello que es bueno y recomendable para los indicadores macroeconómicos, y la traslación que sus medidas tienen para la mayor parte de la población.

En el caso de España, buena parte de las decisiones tomadas por el gobierno de Rajoy están aumentando esa brecha preexistente entre aquellos que más y menos tienen, y además están logrando que cada vez más miembros de lo que se denomina “clases medias”, formen parte de lo segundos. A la reducción de un 7% de media en las retribuciones de 4 millones de empleados públicos le podemos sumar el aumento de los impuestos directos e indirectos, el copago farmacéutico o la supresión de becas escolares entre otras muchas medidas que han sido aprobadas en los últimos meses y que afectan especialmente a lo menos pudientes. De la misma manera, las cada vez mayores dificultades para poder desenvolverse dignamente en nuestra sociedad harán que estas diferencias se acentúen. De hecho, conquistas básicas de nuestra democracia como la posibilidad de que casi cualquier persona pueda tener acceso a la formación universitaria, están en peligro si continúa la subida del precio de las matrículas al tiempo que desciende el número de becas.

Por todo ello, y al igual que en 1992 un estratega de la campaña de Bill Clinton tuvo la brillante idea de reorientar el mensaje del futuro presidente de EE.UU. hacia los temas económicos, y de paso romper casi todos los pronósticos previos y adjudicarse aquellas elecciones, me encantaría que hubiera uno de esos agudos estrategas en Ferraz escribiendo la frase que da título a esta entrada en todas y cada una de las paredes de la sede socialista. Porque de lo que hay que hablar desde ya, es del modelo de país que vamos a tener en el futuro y que, a no ser que lo remediemos, va a basarse en la más profunda desigualdad.

En 2012 ya arrastramos cuatro años consecutivos en los que los salarios crecen por debajo de los precios, y la tendencia continuará de forma indefinida si comienzan a implantarse algunas de las ideas que llevamos meses oyendo como la de los minijobs o la supresión de más coberturas sociales.

Los partidos conservadores y especialmente el PP no son partidarios de mantener un estado de bienestar a la manera que hemos conocido hasta ahora, y comienzan a enviar mensajes respecto a que todos aquellos derechos de los que hemos disfrutado pueden empezar a ser responsabilidad de cada uno. Y al mismo tiempo que suprimen derechos hacen todo lo posible para que la sociedad civil se quede sin posibilidad de réplica: la criminalización de la protesta, o la profundamente mezquina propuesta de Cospedal de políticos sin sueldo van justamente encaminadas en esa dirección.

Sí estuviera en uno de esos despachos del PSOE en los que se deciden las cosas no me cabe duda de que esto sería lo que me preocuparía. En ningún momento se me pasaría por la cabeza ofrecer mi colaboración al partido que está desmontando el estado que hemos creado en los últimos 35 años (aunque sea con todos sus defectos); no estaría dispuesto a renunciar a ninguna de las señas de identidad que caracterizaron al partido que más y mejor ha transformado este país; y sobre todo tendría muy claro que existen algunas líneas rojas innegociables, y que traspasarlas supondría la más firme oposición, por encima incluso de la lealtad institucional que es necesario mantener en tiempos de crisis, pero que no ha de imponerse a la lógica del modelo de sociedad que la mayor parte de la ciudadanía todavía quiere mantener.

Tanto se ha dicho sobre los recortes que aprobó el pasado congreso de ministros que creo que resulta inútil tratar de profundizar más al respecto. Aunque lo que sí resulta interesante es la extraña confluencia de opiniones que se ha producido entre las más diversas fuentes, tanto por parte de los opinadores patrios como por la mayoría de la prensa seria dentro y fuera de España.

Casi todo ellos coinciden en que las medidas de recorte no solamente suponen un claro incumplimiento de las promesas electorales del presidente Rajoy -hecho agravado por haberse anunciado tan solo 7 meses después del triunfo electoral- sino que igualmente se ponen de acuerdo al explicar la escasa repercusión de las mismas en la mejora de la situación económica de nuestro país. La conclusión generalizada es que el gobierno ha apostado por el camino de la contención del déficit y a cambio ha dejado en la cuneta a sus ciudadanos. Se puede estar o no de acuerdo con la conveniencia de los ajustes, pero la realidad es esa: los ciudadanos (incluidos sus 11 millones de votantes) cuentan menos para el PP que las directrices de las instituciones económicas internacionales.

Dicho esto, no podemos contentarnos con denunciar esta situación y quedarnos sentados a esperar que los españoles sigan acumulando más desprecio hacia sus representantes y que dentro de tres años las elecciones cambien de nuevo el signo del gobierno. Sería una profunda irresponsabilidad pensar que esta crisis no va a traer también consecuencias en el comportamiento de los electores, que no se van a pedir cuentas, o que al final el bipartidismo en el que vivimos desde 1977 va a volver a hacer de las suyas a las primeras de cambio.

Esta crisis, en sus causas, en sus consecuencias, y en la forma en que se está gestionando tanto desde una opción política como desde la otra, no es sino la demostración del agotamiento de toda una generación, la que actualmente dirige y controla (lo viene haciendo desde hace 20 años) todos y cada uno de los ámbitos de la sociedad (con escasas y honrosas excepciones): los medios de comunicación, la empresa, la universidad, el mundo sindical o, por supuesto, los partidos políticos.

El 15M supuso el primer toque de atención de unos ciudadanos, decenas de miles en todo el país, que demostraron que hay un hartazgo lo suficientemente grande como para empezar a cuestionar el estado actual de las cosas. El empeoramiento de la crisis, con todas las medidas que se han aprobado desde hace un año y especialmente con el recorte brutal de la semana pasada, han supuesto la gota que colma el el vaso de la paciencia de la mayoría. Al igual que hace un año, miles de personas han salido a la calle a manifestar su descontento y a clamar contra unas medidas que entienden están dirigidas contra la parte más débil de nuestra sociedad.

Ante todo ello el PSOE ha reaccionado con, reconozcámoslo, una excesiva lentitud. Se diría que todavía está buscando un nuevo espacio ante la realidad social que vamos a vivir en los próximos años, y por esto último y lo por lo que hemos dicho más arriba es necesario que una nueva generación de dirigentes socialistas dé ese paso adelante que permita volver a conectar al principal partido de este país con sus votantes.

La semana pasada, a raíz de un artículo de Ignacio Urquizu (@iurquizu) acerca de la autopercepción de los jóvenes en la política, unos cuantos usuarios de Twitter iniciamos un interesante debate con el propio Urquizu en el que planteábamos cuál ha de ser la respuesta del PSOE ante la pérdida de apoyos entre el electorado más joven, un electorado que se sigue definiendo mayoritariamente de izquierdas, aunque en menor medida que en los años 80 (50% frente a 34%). El reto parece centrarse curiosamente en ese electorado que es incapaz de encuadrarse en una opción política u otra, y que en estos momentos alcanza unas cifras cercanas al 50% de votantes de entre 18 y 35 años.

Así pues, ¿cómo lograr que el PSOE siga siendo un referente para la mayor parte del electorado que se autopercibe de izquierdas y para esos que no tienen un claro encuadre ideológico? Las respuestas son variadas; desde los que defienden métodos expeditos como la refundación del partido, hasta los que plantean una mayor implicación social, la entrada del talento que se vislumbra entre el sector de los jóvenes emprendedores, introducir cambios estructurales en el sistema político que incluyan más democracia, o reflexionar y entender el proceso que nos ha llevado hasta la actual situación para proporcionar alternativas viables.

Personalmente creo que se trata de un compendio de todas ellas, pero también que es necesario recuperar algunas de las señas de identidad de la izquierda, sin que ello sea reivindicar unas tradiciones que podrían parecer superadas. La gran batalla de los próximos años se va a dirimir en el ámbito de la IGUALDAD, la aparentemente irreversible separación entre una base mayoritaria de ciudadanos con unos ingresos que apenas permiten desenvolverse en la sociedad, y una cúspide con una creciente capacidad de acumulación de riqueza. Es un fenómeno que ya hemos citado en esta página en estudios como el de Jacob S. Hacker y Paul Pearson para Estados Unidos, y que vincula el crecimiento económico de los últimos 25 años a la progresiva acumulación de ingresos entre el reducido porcentaje de mayores fortunas del país. En Europa ese mismo fenómeno se ha producido de forma similar, con la particularidad de que la existencia de ciertas coberturas sociales han permitido disimular las diferencias entre unos y otros.

La crisis y el consiguiente recurso a la austeridad han destapado la caja de Pandora de la desigualdad al producirse un recorte sistemático de las coberturas sociales, que en el caso de España producirán dramáticos efectos al combinarse con una elevadísima tasa de paro que deja directamente fuera del sistema a centenares de miles de ciudadanos.

Quizás las respuestas no sean tan complicadas como a veces se buscan en los partidos y entre sus militantes. El propio Urquizu nos recuerda una encuesta del CIS en 2009 en la que se preguntaba por el sistema político español y mostraba claramente los intereses de los ciudadanos al respecto: para los mayores de 35 años lo fundamental era un sistema que facilite obtener unos ingresos dignos que permitan desenvolverse con soltura en la sociedad, mientras que para los más jóvenes lo verdaderamente importante es que la política represente los intereses de los ciudadanos.

Estamos a tiempo de que el PSOE recoja ambos guantes, el de aquellos que como principal partido de la izquierda le reclaman políticas redistributivas que permitan cierto nivel de bienestar para todos, y el de los más jóvenes, para quien es necesario encontrar un opción política que haga de la transparencia, la apertura y la participación, sus señas de identidad.

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Honoré Daumier, el gran ilustrador del París postrevolucionario, representaba a la Francia de la revolución de 1848 como la madre que no solo amamanta a sus hijos, sino también como la responsable de su instrucción y educación más básica.

Esa alegoría de la República se ha convertido en una de las mejores y más rotundas formas de representar el espíritu del estado protector que proporciona a los ciudadanos sus necesidades más primordiales a fin de asegurar su bienestar y la posibilidad de formar parte del cuerpo social.

Algo tan moderno y transgresor a mediados del siglo XIX, ha formado parte del ADN de la izquierda desde entonces y hasta la actualidad, con un éxito especialmente reseñable en el caso de los países europeos donde, desde el final de la II guerra mundial, no se puede entender un modelo de sociedad en el que el Estado no trate de limar algunas de las diferencias con las que todos partimos al nacer.

El paradigma del estado de bienestar tiene como primera premisa esa desigualdad que hace que no todos tengamos las mismas oportunidades para desenvolvernos en función del estrato social en el que nacemos, por lo que es el propio sistema el que se encarga de aportar los recursos necesarios para proporcionar su asistencia en tres aspectos fundamentales: la educación, la sanidad y la cobertura económica básica una vez alcanzada la edad de jubilación.

El acuerdo social ante esto último era tan amplio que durante las décadas de los 50 y 60 tanto gobiernos conservadores como socialdemócratas coincidieron en su desarrollo, lo que por otro lado permitió alcanzar durante ese periodo el mayor progreso en materia de bienestar de toda la historia de la humanidad.

A partir, sin embargo, de fines la década de los 70 y comienzo de la de los 80, primero con la entrada en el gobierno de Margaret Thatcher en Gran Bretaña, y Ronald Reagan en Estados Unidos después, se produjo una inversión en el consenso respecto a la gestión de la política económica, lo que favoreció el cuestionamiento de la intervención del estado y la defensa del mercado libre como planteamiento ideológico encaminado a la eficacia y la mejora del rendimiento económico.

Esa teoría, en la práctica suponía que la iniciativa pública tenía que dar paso a la privada en todos los sectores de la economía, en la creencia de que eso redundaría en una mejora de la gestión y en una mejor atención a los usuarios/consumidores de esos servicios. Tony Judt lo explica, lo analiza y documenta perfectamente en “Algo va mal”.

La realidad, como recientemente han demostrado Jacob S Hacker y Paul Pierson en “Winner-take-all Politics”, es que ese periodo es el germen de un proceso imparable en todos los aspectos de la sociedad y la economía que ha provocado una creciente desigualdad, lo que explica buena parte de los males que nos aquejan debido a la actual crisis, agravada por la ausencia de un “colchón“ que amortigüe el impacto del desempleo y la deuda acumuladas durante los años de bonanza.

Los datos en Estados Unidos son demoledores: durante la última generación la mayor parte del crecimiento ha engordado los bolsillos de los más ricos, de forma que entre 1979 y 2008 el 1% de las personas con mayores ingresos percibieron el 36% de toda las rentas. Esa misma cifra aumenta hasta el 53% si sólo consideramos los datos de 2001 a 2006. Y si nos quedamos con tan sólo el 0’1% de las mayores ingresos, comprobaremos que en ese periodo de 1979 a 2005 acumularon el 20% de toda la riqueza generada.

Esas diferencias no tienen precedente en la historia de Estados Unidos, son exclusivas del periodo que se inicia a finales de los 70 y tienen un máximo, como hemos visto, en la primera decada del siglo XXI.

Mientras tanto en Europa se ha recorrido un itinerario que ha combinado la permanencia de las principales ventajas del estado de bienestar con el progresivo paso a una economía cada vez más desregulada y el crecimiento imparable de las formas de capitalismo financiero por encima de las actividades productivas.

La crisis que comenzó en 2008 ha tenido desde entonces diferentes momentos álgidos en los que hemos pasado de la necesidad de reformar el capitalismo, a la extrema austeridad como recurso para reflotar las economías de los países que habían tenido previamente que gastar, salvo honrosas excepciones, ingentes recursos en rescatar los mastodónticos agujeros de buena parte de las instituciones bancarias de Estados Unidos y el viejo continente. Y cuando eso no ha sido suficiente se han hecho realidad los sueños húmedos de los neocon más intransigentes mediante el recurso a la austeridad, eufemismo para la destrucción de las prestaciones sociales más básicas -la educación y la sanidad- y su entrega a manos de la iniciativa privada con la excusa de reducir los supuestamente excesivos costes para el estado y volver a la senda del crecimiento

Pero ¿qué encubre todo esto? Para Josep Ramoneda es un cambio en las reglas del juego, la adaptación a los “nuevos tiempos”, el triunfo del capitalismo desregulado, la imposición de una ideología hegemónica basada en defender los intereses de los que más tienen con la excusa de que son los que crean la riqueza, lo que explica a su vez la reducción de los impuestos y el debilitamiento de los servicios sociales.

Ante todos estos acontecimientos la izquierda ha fracasado sistemáticamente: la Tercera Vía, que durante algunos años fue el horizonte de los partidos progresistas en toda Europa, ha demostrado que su armazón ideológico no era capaz de soportar las embestidas y los retos que la crisis ha planteado. Gran Bretaña y España, que fueron los estados en los que se concretaron de una manera más clara los postulados de Giddens y compañía, han comenzado a experimentar profundos descensos en la calidad de vida de sus ciudadanos en forma de desempleo y pérdida de servicios sociales, y como resultado de todo ello el debate sobre qué debe hacer la izquierda en pleno siglo XXI es objeto de profundas y variadas reflexiones.

Dejaremos para próximas entradas algunas de las ideas que se están defendiendo, aunque vaya por delante que todo lo que no pase por un cambio radical en cuanto a postulados, ideas y formas de relacionarse con la ciudadanía, incluyendo una total transparencia, difícilmente se traducirá en la restauración de la confianza en los partidos progresistas y sus representantes.

Políticos

De un tiempo a esta parte se ha impuesto en nuestra sociedad la visión de que la gran mayoría de las personas que se dedican a la política cobran unos sueldos millonarios, no trabajan apenas, reciben todo tipo de compensaciones y prebendas, y en muchos casos se enriquecen ilíticitamente merced a supuestas comisiones, sobornos y regalos.
Yo mismo he participado en diversas conversaciones con todo tipo de gente de mi entorno: familiares, amigos, compañeros de trabajo, en los que este tipo de argumentos son habituales sin que sea posible rebatirlos con éxito, porque es tan radical y tan íntimamente arraigada su opinión que se muestran impasibles ante los datos que se les da como argumento o cuando les reto a que me digan el nombre y los apellidos de uno de esos supuestos parásitos de la política; pero no uno de los que salen en los medios de comunicación, sino alguien del que conozcan realmente su patrimonio, las horas al día que trabaja, o su nómina al final de mes.
Ayer mismo volvía a mantener esta discusión con una persona muy allegada a mi y nuevamente fue incapaz de proporcionarme ese nombre. A cambio, le reté a que me dijera un caso conocido de alguien que cargue la gasolina a su empresa cuando sale de viaje con la familia, que se quede las dietas de desplazamiento sin haberse movido un solo kilómetro de casa, que realice su trabajo sin emitir factura… Le pedí que pensara en establecimientos en los que no te dan un ticket cuando compras, en padres que falsifican el domicilio de sus hijos para acudir al colegio deseado, en profesionales que ejercen una segunda actividad pese a no poder hacerlo, en asociaciones que justifican subvenciones de forma irregular….
La semana pasada la Federación de Cajas de Ahorros (FUNCAS) emitía un informe en el que afirma que en España la economía sumergida alcanza un 24% del valor del PIB. Es decir, en este país, por cada 100 euros declarados hay otros 24 que quedan al margen de cualquier impuesto, tasa, regulación o justificación.
¿Cuántos millones de empleos se pueden crear con el 24% del PIB de un país como España? ¿3, 4….. 5 quizás?
Se ha impuesto la visión de que esa pequeña casta de políticos es la responsable del desastre económico al que supuestamente está abocado nuestro país, y para ello se citan los males de nuestro estado autonómico, el despilfarro de las infraestructuras, los sueldos millonarios o la deuda per cápita que nos corresponde como sufridos ciudadanos, y al tiempo, se nos dice que esto solo lo puede arreglar la eliminación de privilegios, la depuración de los políticos, la privatización que permitirá que todo sea regido de forma eficaz y diligente….. “Indignaos, porque estáis haciendo la revolución, porque terminando con los políticos terminaréis con los problemas……”
Al mismo tiempo aparecen noticias, datos y comentarios que, al menos a mi, me hacen reflexionar: veo que nuestro país, gracias a las comunidades autónomas, ha reducido su desigualdad de forma espectacular en los últimos 30 años; encuentro que hoy en día resulta mucho más cómodo y fácil desplazarse gracias a los miles de kilómetros de autovías y vías de ferrocarril construidos; compruebo que en países modelo de eficiencia como Alemania, a sus ciudadanos les corresponde una deuda el doble que la nuestra; oigo que en aquellas comunidades autónomas donde se han privatizado servicios públicos como la sanidad tienen peores condiciones y mayores deudas por el gasto farmacéutico….. Y al mismo tiempo sigo comprobando que mucha gente con seguro privado acude a su médico de cabecera a pedirle las recetas, que todos queremos que el AVE pase por nuestro pueblo o ciudad, que todos pedimos que la autovía tenga esa salida que nos deja a 5 minutos de nuestra casa, o que no entendemos cómo es posible que las aulas de los colegios no tengan en su totalidad los mejores recursos y las mejores condiciones.
Lo cierto es que España se ha convertido en un país en el que la pataleta y la protesta fácil se han convertido en un deporte nacional, en cuyas reglas se contempla poner a caldo todo lo que hagan los demás, pero en el que está permitido hacer la vista gorda ante nuestras flaquezas o las de nuestros familiares y amigos. Queremos tener el mejor el mejor estado de bienestar, pero somos los campeones de la la economía sumergida. Queremos educación y sanidad de primera, pero somos contrarios a los impuestos. Queremos desplazarnos por carreteras de primera y trenes de alta velocidad, pero solo si los hacen en nuestra comunidad autónoma. Se nos llena la boca reclamando la reforma de ley electoral y denunciando la miseria de los partidos políticos, pero lo cierto es que cada vez vota menos gente, y desde hace 20 años la participación (no solo en política, también en sindicatos, asociaciones, colectivos…) ha ido menguando de forma imparable.
No trato de defender por defender a los políticos de nuestro país. Como en todos los países, disfrutamos y sufrimos a políticos malos, regulares y hasta buenos, al igual que también podemos encontrar buenos y malos empresarios, médicos, notarios, albañiles o fontaneros.
Me dice uno de mis rebatidores habituales que es verdad, pero que eso no puede permitirse en política, que es necesario que solo los mejores se dediquen a la cosa pública, y yo le contesto que sí, que ojalá fuera cierto que nuestros mejores pensadores, técnicos, urbanistas, economistas, historiadores o en general, nuestros mejores ciudadanos se dedicaran a la política, pero que en todo caso eso no es culpa de los políticos actuales, sino de nosotros, los ciudadanos, que hemos sido los que con nuestra desidia y nuestro desinterés por lo público hemos permitido que las cosas alcancen este grado de malestar.

Mantras

Conversaba este fin de semana con una amiga acerca de la situación económica del país y de todas las cosas que nos han llevado hasta ella, así como de las soluciones para superarla. Durante la charla no dejó de asombrarme, pese a tratarse de una persona con una sólida formación, hasta qué punto reproducía una y otra vez el discurso que durante los últimos meses está difundiendo el Partido Popular en los principales medios de comunicación, y que desgraciadamente se han convertido en los mantras con los que se acusa al gobierno de no actuar eficazmente contra la crisis.

Entre ellos hay algunos que detesto especialmente, empezando por el de hacer recaer las dificultades para salir de la crisis a la inmigración y el supuesto abuso en los servicios públicos garantizados por el estado.

Pues bien, ni lo uno ni lo otro. Para empezar, el colectivo de inmigrantes aporta mucho más a la economía de este país de lo que consume. Aunque son datos pendientes de una actualización, los inmigrantes en 2007 aportaban a la Seguridad Social más de 8,000 millones de euros , justamente la cantidad que por aquel entonces suponía el superávit en las cuentas españolas. Más datos: por cada español que cobra una pensión hay tres trabajadores en activo, mientras que por cada inmigrante pensionista encontramos a treinta que aportan sus cotizaciones a la caja única de la Seguridad Social.

Respecto al uso de los servicios, algunos medios poco sospechosos destacan diferentes estudios que desmienten que este colectivo utilice recursos como la sanidad pública por encima de la media española. Pero de todas maneras, no viene mal plantear algunas cifras. Así, “según la Sociedad Española de Medicina Sanitaria (semFYC), Las personas inmigradas van al médico la mitad que las autóctonas: representan el 10% de la población española, pero sólo el 5% de los pacientes. Pese a que muchas de ellas sólo pueden acudir a urgencias (porque no tienen tarjeta sanitaria), representan el 5% del servicio. Del gasto sanitario, sólo un 4,6% es atribuible a atención a personas inmigradas.”.

Otro de los mensajes habituales es el que hace recaer todos los males del país en la supuestamente excesiva representación electoral de las minorías nacionalistas merced a una ley electoral que mucha gente quiere cambiar, pero que seguramente nunca se ha molestado en analizar a fin de comprobar si lo afirmado es cierto.

La realidad de nuestra legislación es que el sistema que rige las elecciones beneficia de forma más que destacada a los dos partidos mayoritarios. Podríamos hacer una proyección a lo largo de todas las elecciones generales del actual periodo democrático y nos confirmaría esto último mismo, pero basta con detenernos tan solo en las de 2008 para comprobar que los únicos perjudicados realmente por el sistema de elección son dos partidos, IU y UpyD, que habrían obtenido resultados ostensiblemente mejores (sobre todo en el primer caso) con una ley electoral más proporcional que la actual. Mientras que entre los beneficiados sobre todo PSOE y PP, que obtuvieron un mayor número de escaños que el resultante de aplicar un sistema más proporcional. Respecto a los resultados de los partidos nacionalistas, poca o ninguna variación.

Son sólo algunas de las supuestas realidades que no toleran una mínima confrontación con los datos. Tras ellas un único objetivo: desmovilizar a la sociedad, apartarla de la política, desprestigiar a nuestros representantes e intentar conseguir que los ciudadanos no acudan a las urnas en las próximas elecciones.

No me imagino nada más difícil cuando se está gobernando que decidir algo que sabes que te va a garantizar la derrota en las próximas elecciones. Debe ser algo parecido a la sensación del protagonista de una de esas películas de Hollywood en las que el «bueno» se sacrifica a cambio de que los demás  puedan sobrevivir al cataclismo de turno. O a la del suicida justo después de ingerir la dosis fatal de barbitúricos. O a la del condenado después de decir sus ultimas palabras.

Algo así debió sentir el presidente Zapatero tras pronunciar su discurso de la semana pasada en el Congreso. El discurso de un sentenciado a la muerte política, tal y como algunos artículos han reseñado acertadamente estos días.

Desde aquella comparecencia he estado pensando en la necesidad de los ajustes que anunció el presidente: la reducción del salario de los funcionarios, la congelación de las pensiones, la eliminación de algunos beneficios fiscales y sociales creados durante la anterior legislatura, los más de 6.000 millones de inversión pública….

Sin embargo, me he dado cuenta de que es realmente inútil hacerse esa pregunta, ya que provenga de donde provenga el ajuste, siempre existirán sectores de la sociedad que se sentirán atacados, instituciones internacionales que afirmarán que se podría haber hecho mucho más y antes, entidades financieras y organizaciones empresariales para los que nunca es suficiente, «lobbys» económicos que pondrán el grito en el cielo, y sobre todo, un partido en la oposición que es capaz de todo con tal de ganar las elecciones, incluso de convertirse de repente en la salvaguarda de las clases más desfavorecidas (Dolores de Cospedal dixit).

Hoy aparece un interesante artículo en Público en el que un grupo de economistas plantean diferentes fuentes para que ese ajuste económico no afecte al gasto social.  Proponen por ejemplo que se reduzca el gasto militar, que se retiren las tropas españolas de Afganistán, de Irak y de Somalia, y que se elimine el gasto en la compra de armamento (2.200 millones); que se aumenten los impuestos a las rentas más altas del país; que se reconsideren los fondos públicos destinados al rescate de las entidades financieras (6.750 millones); o que se elimine la casilla en la declaración de la renta en la que se beneficia a la iglesia católica (650 millones).

Y bien pensado, la verdad, no me resulta difícil darles la razón. Pero inmediatamente caigo en lo que pasaría si todo eso que proponen se llevara a cabo. ¿Qué ocurriría si de repente se corta el grifo al ejército, a la iglesia y a las entidades financieras? ¿Cómo reaccionarían nuestros «socios» en Irak y Afganistán? ¿Qué clase de cataclismo anunciaría Rouco y sus secuaces en el caso de dejar de financiar a la iglesia y convertirnos, por fin, de una vez por todas, en un verdadero estado láico? ¿Qué dirián en el FMI, el Banco Mundial y en la Unión Europea si el estado español abandonase a su suerte a bancos y entidades financieras en general?

Y por último, ¿cómo reaccionaria el PP?

Lo único cierto es que nos encontramos en una situación tremendamente complicada en la que cualquier decisión es igual de mala que su alternativa. Una situación en la que uno se da cuenta de que hay escenarios en los que es imposible acertar; en los que es necesario sacrificarse y asumir todos los golpes; en los que es fácil percibir que gobernar para todos es imposible…..

Uno no había ni siquiera nacido cuando Módulos publicó esta estupenda canción que, si no me he informado mal (vía La Ventana) fue un auténtico bombazo en 1971, año de su publicación. Los admiradores entusiastas de los primeros discos de El Último de la Fila, como este que suscribe, encontrarán en Pepe Robles al auténtico inspirador de Manolo García en «Cuando la pobreza entra por la puerta el amor salta por la ventana» o «Enemigos de lo ajeno» . Imprescindible escucharla al menos una vez.

No estoy a favor de prolongar la vida laboral hasta los 67 años. Me cuesta creer que después de más de 200 años de capitalismo, de más de dos siglos en los que los trabajadores han ido conquistando poco a poco algunos derechos, entre ellos la reducción progresiva de la jornada de trabajo o la pensión de jubilación, la solución para la crisis en la que estamos metidos sea trabajar durante la vejez. Pero me niego sobre todo porque la culpa de la crisis no es de esos millones de personas a los que antes llamábamos la «clase trabajadora». Da la impresión, escuchando las voces insensatas de algunos, de que no ha habido especulación, ni artimañanas financieras, ni gastos éticamente cuestionables, ni burbuja inmobiliaria, ni paraisos fiscales; y que únicamente son los últimos eslabones de la cadena, esos curritos que deberían poder ser despedidos libremente (según la ortodoxia neocon), los responsables de todo ello. Seguramente son las mismas voces que callan ante los pluses, acciones de oro, stock options e incentivos que han engordado las carteras de los que realmente están tras las verdaderas causas de la crisis.

Como para casi todo en este mundo, existe también una lista de estados fallidos, elaborada por la Fundación para la Paz y la revista Foreign Policy, que analiza aquellas naciones con estado en las «el gobierno central tiene poco control práctico sobre su territorio«, es decir, aquellas en las que existen elementos que cuestionan la capacidad de control del estado, además de algunos otros factores como las continuadas dificultades económicas, la existencia de fenomenos masivos de emigración o refugiados, el deterioro  de los servicios públicos o el riesgo de intervención de otros estados o de élites alternativas al gobierno.

Pensaba en ello al tener noticia de los devastadores efectos del terremoto en Haití, uno de los estados fijos en esta lista que se publica desde 2005, y en la que aparece habitualmente acompañado de otros países como Somalia, Zimbabwe, Sudán, Chad o la República Democrática del Congo, todos ellos con convulsiones internas permanentes desde su fundación tras la descolonización, acompañados por otros como Iraq o Afganistán, en los que la intervención de Estados Unidos ha provocado la desaparición de cualquier instrumento de control sobre esos territorios.

Pero lo que me parecía más terrible es la conclusión a la que llegaba después de analizar (quizás demasiado frivolamente, puede ser) el futuro de todos esos países que encabezan la lista, y es que no solo son estados fallidos, sino que parecen estar condenados a ser «estados inviables», es decir, estados en los que nunca, por determinadas razones, van a existir las condiciones necesarias para dar fin a la complicada situación en la que se encuentran.

Una vez más pensaba en Haití para llegar a esa conclusión: un país compuesto por diez millones de habitantes que curiosamente es el segundo más antiguo de toda América, por detrás tan solo de Estados Unidos, pero que a lo largo de sus más de dos siglos de existencia se ha mostrado incapaz de salir adelante, de forma que su población parece predestinada a vivir en la más absoluta miseria o a escapar hacia otros países.

Haití sufrió la ocupación norteamericana desde 1915 a 1934 a consecuencia de su inestabilidad; ha tenido diez cambios de gobierno en los últimos 20 años; ha experimentado dictaduras, golpes de estado, revoluciones y continuas convulsiones durante todo el siglo XX; ocupa el lugar 148, uno de los últimos, en el índice de desarrollo humano que elabora anualmente la ONU; la mayor parte de su población activa se dedica a la agricultura, pero el territorio está prácticamente esquilmado a consecuencia de la deforestación; y por si fuera poco carece de otros recursos naturales y hasta de agua potable suficiente para abastecer con holgura a su población. Para mayor «inri» el 80% de los ciudadanos que han alcanzado un nivel educativo elevado ha emigrado, por lo que existe una auténtica ausencia de profesionales que se puedan encargar de sacar adelante el país.

A todo ello se le unen unas condiciones geográficas imposibles: en el centro de la zona de influencia de los huracanes que año tras año devastan diversas zonas del Atlántico, y justo en el borde superior  de la placa tectónica del Caribe, lo que equivale a estar en permanente riesgo de sufrir un terremoto como el que anteayer sacudió la isla provocando la destrucción de Puerto Príncipe y la muerte de decenas de miles de personas.

Es por ello que resulta complicado pensar que países como Haití, como Somalia o Afganistán, con situaciones políticas muy complejas, pero ubicados además en entornos geográficos realmente difíciles, puedan dejar de encabezar, año tras año, esa lista maldita de estados fallidos.

En plena marejada a consecuencia de la torpeza de la Ministra de Cultura, dispuesta a favorecer las ayudas a toda costa al cine español, pero partidaria de establecer un sistema de censura extrajudicial a las webs que sean señaladas por esa suerte de comisarios de la cultura que pululan por nuestras calles, el Ministerio de Educación, y en concreto, su Secretaria de Estado, Eva Almunia, acaba de firmar un acuerdo de colaboración entre el ministerio y Microsoft por el que la compañía de Redmon va a suministrar licencias de sus productos al competitivo precio de 8 euros anuales.

Nada que decir, excepto que en algunas comunidades autónomas, incluyendo algunas gobernadas por el PSOE, ya se está experimentando con éxito desde hace bastantes años con sistemas operativos y aplicaciones basadas en Linux, con un coste infinitamente inferior, cuando no nulo directamente.

Puede que 8 euros por licencia, comparado con los 120 euros que cuesta un Windows 7 en las tiendas, o los increibles 199 euros de Microsot Office puedan parecer poco dinero, pero si lo multiplicamos por los cientos de miles de ordenadores que supuestamente van a ser empleados en permitir el acceso de todos los escolares a la educación 2.0, la cuentas empiezan a resultar un poco más llamativas. Por no hablar de la cantidad de dinero, horas de mantenimiento y molestias que van a generar todos esos equipos una vez que comiencen a ponerse en marcha con sus flamantes Windows instalados.

Desde hace ya mucho tiempo, el sector de la cultura autodenominada de izquierdas viene ejerciendo un gran influjo en los programas y políticas culturales del PSOE. Este grupo ha ido evolucionando hacia posturas inmovilistas y anquilosadas en lo referente a la gestión de la propiedad intelectual e Internet.

Desgraciadamente, esa involución no ha ido aparejada con una pérdida de peso e influencia entre el sector de dirigentes del PSOE, que inexplicablemente han permitido que la agenda cultural siga siendo dictada por personas que no están dispuestas a aceptar que los años 80 ya quedaron muy atrás, y que hoy en día las manifestaciones y el propio negocio de la cultura han experimentado un cambio irrefrenable que ninguna legislación detendrá.

Por todo ello, y con la esperanza de que de una vez por todas alguien en el PSOE se dé cuenta de que es necesario un giro en este aspecto de la política cultural, un grupo de blogueros, periodistas, y sobre todo, ciudadanos, que además representan a millones de lectores diarios, han elaborado este manifiesto  «En defensa de los derechos fundamentales en Internet», al que con gusto me sumo……

«1.Los derechos de autor no pueden situarse por encima de los derechos fundamentales de los ciudadanos, como el derecho a la privacidad, a la seguridad, a la presunción de inocencia, a la tutela judicial efectiva y a la libertad de expresión.

2.La suspensión de derechos fundamentales es y debe seguir siendo competencia exclusiva del poder judicial. Ni un cierre sin sentencia. Este anteproyecto, en contra de lo establecido en el artículo 20.5 de la Constitución, pone en manos de un órgano no judicial -un organismo dependiente del ministerio de Cultura-, la potestad de impedir a los ciudadanos españoles el acceso a cualquier página web.

3.La nueva legislación creará inseguridad jurídica en todo el sector tecnológico español, perjudicando uno de los pocos campos de desarrollo y futuro de nuestra economía, entorpeciendo la creación de empresas, introduciendo trabas a la libre competencia y ralentizando su proyección internacional.

4.La nueva legislación propuesta amenaza a los nuevos creadores y entorpece la creación cultural. Con Internet y los sucesivos avances tecnológicos se ha democratizado extraordinariamente la creación y emisión de contenidos de todo tipo, que ya no provienen prevalentemente de las industrias culturales tradicionales, sino de multitud de fuentes diferentes.

5.Los autores, como todos los trabajadores, tienen derecho a vivir de su trabajo con nuevas ideas creativas, modelos de negocio y actividades asociadas a sus creaciones. Intentar sostener con cambios legislativos a una industria obsoleta que no sabe adaptarse a este nuevo entorno no es ni justo ni realista. Si su modelo de negocio se basaba en el control de las copias de las obras y en Internet no es posible sin vulnerar derechos fundamentales, deberían buscar otro modelo.

6.Consideramos que las industrias culturales necesitan para sobrevivir alternativas modernas, eficaces, creíbles y asequibles y que se adecuen a los nuevos usos sociales, en lugar de limitaciones tan desproporcionadas como ineficaces para el fin que dicen perseguir.

7.Internet debe funcionar de forma libre y sin interferencias políticas auspiciadas por sectores que pretenden perpetuar obsoletos modelos de negocio e imposibilitar que el saber humano siga siendo libre.

8.Exigimos que el Gobierno garantice por ley la neutralidad de la Red en España, ante cualquier presión que pueda producirse, como marco para el desarrollo de una economía sostenible y realista de cara al futuro.

9.Proponemos una verdadera reforma del derecho de propiedad intelectual orientada a su fin: devolver a la sociedad el conocimiento, promover el dominio público y limitar los abusos de las entidades gestoras.

10.En democracia las leyes y sus modificaciones deben aprobarse tras el oportuno debate público y habiendo consultado previamente a todas las partes implicadas. No es de recibo que se realicen cambios legislativos que afectan a derechos fundamentales en una ley no orgánica y que versa sobre otra materia.»

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